martes, 14 de agosto de 2007

Arquitectura de la accesibilidad


"I'm a lucky bitch". Ya lo he dicho antes (pero sólo en inglés, porque suena menos agresivo que en español). Hoy tengo la fortuna -posibilitada por las relaciones, méritos académicos, trabajo burocrático, acuerdos institucionales y, sobre todo, buena fe, de una investigadora de apellido Suárez- de encontrarme en el Instituto Max Planck de Historia de la Ciencia de Berlín: el paraíso de los investigadores.

El nuevo edificio, ocupado hace apenas unos meses, posee un diseño que responde al sentido común con una sencillez apabullante. Es funcional sin ser "funcionalista", sus espacios son limpios pero admiten la voluntaria aglomeración de macetas que el minimalismo no toleraría. No se resiste a ser habitado, y eso es lo que llamo -no sin reconocer mi ignorancia terminológica del campo- una arquitectura de la accesibilidad.

Intento de descripción (sobresimplificada): el edificio se encuentra organizado en 3 pisos, alrededor de un patio central. Desde cada esquina, y desde cada piso, se puede acceder a la planta baja, que alberga la bilbioteca. ¿Suena trivial? No lo es. Esas escaleras internas (y un elevador) le permiten a cualquier investigador llegar a la bilbioteca en un recorrido breve, con el menor número de pasos posible y desde cualquier punto: saliendo del baño, después de una conferencia en la sala de juntas, luego de haberse preparado un café en la cocineta o de recoger una impresión, tras haber visitado a un colega en el pasillo contigüo, y también entrando al Instituto por la puerta principal, a primera hora de la mañana. En este lugar no hay cabida para procrastinar ("luego busco el libro, ya que vaya de salida y pase junto a la bilbioteca").

Claro, no pretendo reducir esta disponibilidad de recursos a la materialidad del edificio. Existe todo un aparato logístico-académico sustentándolo, desde las políticas de préstamo del acervo bibliográfico (que se basan también en un principio de visibilidad) hasta los acuerdos inter-institucionales y los recursos humanos y económicos designados a hacer ese acceso posible. La arquitectura del edificio sólo la hace más evidente.

Estar aquí es un privilegio, pero también conlleva una obligación que podría, si se dejara ir muy lejos, llegar a ser oprimente. Kafka decía que él realizaba su investigación literaria en las sombras (un poco tras bambalinas, traslapando horas de escritura con horas de oficina, en reuniones semi-escondidas en el café Arco,..). Aquí se investiga a plena luz -de día, la que entra por los muy bien orientados tragaluces, y de noche la de las lámparas especiales que simulan la luz natural. No hay horarios restrictivos ni la negación de la entrada (a menos que uno olvide su tarjeta con chip, claro está). Aquí los caminos que siguen las ideas tienen la premura (¿obligación?) de hacerse transitables con el menor número de pasos posible.