domingo, 23 de diciembre de 2007

Para leer (en menos de los que se hornea un pavo)


Isol escribe e ilustra los mejores libros infantiles. Paul Auster escribe historias urbanas en las que se involucran teléfonos, escritores, cartas y detectives (aunque no sólo escribe de éstas). ¿Qué pasa cuando se juntan estos dos talentos -uno bonairense, el otro neoyorquino- en la víspera de la navidad?

Una historia navideña poco convencional narrada por la pluma de Auster, los dibujos de Isol y, si se quiere, la voz de Auggie Wren -en iguales proporciones. Como bien dice la contraportada de este librito: "a truly unsentimental but completely affecting tale".
¡Felices fiestas a todos!

jueves, 13 de diciembre de 2007

Instantáneas vs generalizaciones


En el más reciente post de su blog filosófico, DRXL -el Dr. Axel Barceló (quien además de ser filósofo compone música electrónica)- nos ofrece no una, sino 12 (¡doce!) aserciones que recogió durante su asistencia al XIV Congreso Nacional de Filosofía celebrado el pasado mes de noviembre en Mazatlán, Sinaloa.

Dos ejemplos de la lista:
§2. No hay formas argumentales falaces, sólo usos falaces de argumentos (Luis Vega).
§8. Las matemáticas explican porque son terreno fértil para cosechar modelos analógicos (James Brown).

Ignoro si estas aserciones las hayan pronunciado textualmente los ponentes que DRXL cita (yo no estuve en Mazatlán), o si la labor de frasearlas a modo de generalización la haya hecho el mismo Axel, pero creo que podemos hacer una distinción entre 'generalizaciones' propiamente, esos enunciados atemporales, abarcadores y de espíritu totalizador los cuales -sigo pensando- nos dedicamos los filósofos a desinflar (ver mi post de mayo) y 'tesis' sincrónicas que no se postulan sin asumir que constituyen instantáneas del pensamiento de quien las enuncia y que están siempre sujetas a revisión.

La lista que hace DRXL muestra, en mi opinión, 12 instancias del segundo tipo de enunciados. Y me gusta porque deja asomar el carácter dinámico de la filosofía. En este sentido, la filosofía se parece mucho a las ciencias.



jueves, 29 de noviembre de 2007

Last Lecture: permiso para generalizar


La "última conferencia" que dictó recientemente Randy Pausch, profesor de computación y arte elctrónico en Carnegie Mellon, ha recibido muchísima atención por parte de los medios (y al menos uno de mis amigos, quien me platicó de ella). Este género conferencístico, denominado Last Lecture, consiste en que el invitado -alguien con cierta reputación y logros académicos- platique delante de un enorme auditorio cómo es que llegó al lugar donde se encuentra, que comparta sus reflexiones personales y profesionales. Y que lo haga sin miedo a generalizar, pues corresponde a lo que diría si esa fuera, hipotéticamente, su última conferencia.

El revuelo que ha causado la conferencia de Pausch es que esa pudo haber sido, literalmente, su última conferencia. El hombre está muriendo de cáncer pancreático; le quedan sólo unos cuantos meses de vida. No sólo obtuvo el permiso para generalizar al ser invitado a impartir una Last Lecutre, sino que posee, además, la autoridad moral para hacerlo. ¿Quién le negaría a un hombre moribundo su derecho a generalizar, a ventilar un par de "netas" que colectó durante esa vida que está a punto de perder? Y a decir verdad, lo hizo heroicamente (vean la conferencia, el tipo es realmente carismático).

En ese tenor, Pausch dijo muchas cosas. Ésta es una de ellas: "Experiencia es lo que obtienes cuando no obtienes lo que querías". Una generalización simple y aparentemente inofensiva, pero una que, -él mismo confesó en una entrevista televisiva posterior- no habría pronunciado de no encontrarse realmente en esta circunstancia. ¿Se necesita estar en una posición similar para perder el miedo a generalizar, para obtener el permiso de hacerlo?

Ejercicio: ¿qué diría yo en una Last Lecture? Imposible responder. Primero, porque -a pesar de tener diploma de filósofa- no se me da eso de los experimentos mentales. Segundo, porque no cumplo los requisitos de tener cierta reputación y logros académicos que me llevarían a la posibilidad de dictar una última conferencia (ni siquiera he dictado una primera). Tercero, porque no logro desprenderme del miedo.

Pero quizás, si llego a vieja y tengo a los 85 años todavía lucidez y ganas de bloguear, si la experiencia me ha hecho superar el miedo, o si no lo he superado pero decido enfrentarlo -si mi vejez viene acompañada de necedad y la inminencia de la muerte, como la de Elizabeth Costello- escriba un nuevo blog subtitulado "Breves generalizaciones de una vieja filósofa." Por ahora sólo me atrevo a transcribir un intercambio ficticio (de la novela de J. M. Coetzee), del que se desprende una frase digna de una Last Lecture y digna, también, de ser tomada en serio:
'But your own vegetarianism, Mrs Costello,..it comes out of moral conviction, does it not?'
'No, I don't think so,..It comes out of a desire to save my soul.'
'Well, I have great respect for it,..As a way of life.'
'I'm wearing leather shoes,..I'm carrying a leather purse. I wouldn't have much respect for it if I were you.'
'Consistency,..Consistency is the hobgoblin of small minds. Surely one can draw a distinction between eating meat and wearing leather.'

jueves, 18 de octubre de 2007

Epistemología de las pérdidas


Hace casi veinte años, una niña telefoneó al locutor de Radio Infantil y compartió la siguiente adivinanza: ¿Por qué cuando perdemos algo, el último lugar donde lo buscamos es donde lo encontramos? Respuesta: porque cuando lo encontramos, dejamos de buscarlo. Anécdota verídica que sirve para ejemplificar el tipo de fenómenos del que debería dar cuenta una epistemología de las pérdidas.

Y a propósito de mermas, “nadie sabe el bien que tiene hasta que lo ve perdido” bien pudiera interpretarse como una brevísima teoría acerca de cómo saber que algo se tiene. La condición necesaria para saber que se tiene el bien que se tiene es verlo perdido. Dicho de otro modo, para perder algo es un requisito haberlo tenido. Simple. Pero no podemos saber que tenemos algo hasta que lo perdemos. Además de paradójico, doloroso.

Luego nos enfrentamos a la dificultad de hacer una taxonomía de lo perdido, pues está lo que se pierde a propósito (e.g., peso) y lo que se busca retener a toda costa pero se pierde de todas maneras (e.g., el cabello). Ni se diga de perderse a sí mismo, que depende mucho del contexto y a veces es bueno y a veces no lo es tanto. Están los que supuestamente pierden la razón, incluso cuando podemos asegurar que nunca la tuvieron. También hay casos especiales que tienden a ser malinterpretados, como "perder el oído". Se pierde la capacidad auditiva, pero el oído, si lo entendemos como estructura anatómica, no es lo que se pierde.

Por si esto fuera poco, una epistemología de las pérdidas debería poder desbaratar aseveraciones harto ambiguas, como "nuestra sociedad actual se caracteriza por una pérdida brutal de valores", que apelan a "la pérdida" como causa universal de todas nuestras desdichas. Es un trabajo duro el de los epistemólogos.

sábado, 13 de octubre de 2007

Latin American Philosopher


Un investigador especialista en Shakespeare que trabaja en México tiene una gran desventaja frente a los que trabajan en el Reino Unido. No se trata de una barrera lingüística, sino de la transformación del acceso a las fuentes originales en un trámite burocrático de escala internacional. Esto, para el investigador latinoamericano, se traduce en una ausencia constante de citas originales, de argumentos de autoridad, en la falta de un contacto cotidiano con el origen de sus elucubraciones. ¿Qué hace un mexicano que permanece en lationamérica para estudiar a Shakespeare? Se desprende del método y del estilo anglosajón de hacer análisis literario.

Alfredo Michel, quien fuera mi maestro de literatura inglesa en la preparatoria (y uno de mis favoritos), produce trabajos que han sido calificados como frescos, innovadores y, sobre todo, distintivamente latinoamericanos. En su trabajo, las citas exhaustivas y los argumentos de autoridad se vuelven dispensables. Como resultado, Michel logra apropiarse de su objeto de estudio sin reproducir esquemas interpretativos: Shakespeare en inglés y para el mundo, pero con pasaporte mexicano (ver su contribución en Latin American Shakespeares).

¿Qué hace de la "filosofía latinoamericana (o la hispanoamericana o la iberoamericana, o...)" algo distinto de la filosofía desde latinoamérica? Hasta donde yo sé, no existe un Latin American Poppers/Peirces/van Fraasens/Dworkins/Fodors,.. ni algo que recoja de manera tan efectiva ese espíritu de apropiación-tropicalización del trabajo filosófico que se realiza en nuestro país -donde, como indica la página web del IIF, predomina la tradición angloamericana. El desideratum existe: se habla de un esfuerzo por consolidar la filosofía hispanoamericana, hay proyectos importantes abocados a generar redes entre instituciones de habla hispana, y el objetivo de dotar de identidad regional a lo que hacemos me parece sensato, incluso (quizás) deseable -si es que en realidad constituye un aporte significativamente distinto y no solamente una serie de biografías anotadas de ídolos-filósofos.

Pero me sigue causando algo de extrañamiento encontrarme con proyectos o coloquios con títulos como "filosofía de la ciencia desde México" o "pensar la ciencia en español". Me confunde el uso de las preposiciones. ¿Cuál es la diferencia entre pensar la ciencia en español, según los que hablamos español, desde/para/por hispanoamérica, entre hispanoparlantes, bajo cielo mexicano, ante la comunidad de habla hispana, mediante la lengua española? Y sobre todo, ¿significa que de esta manera se piensa la ciencia contra otros idiomas, nacionalidades o regiones? Cuidado.


martes, 14 de agosto de 2007

Arquitectura de la accesibilidad


"I'm a lucky bitch". Ya lo he dicho antes (pero sólo en inglés, porque suena menos agresivo que en español). Hoy tengo la fortuna -posibilitada por las relaciones, méritos académicos, trabajo burocrático, acuerdos institucionales y, sobre todo, buena fe, de una investigadora de apellido Suárez- de encontrarme en el Instituto Max Planck de Historia de la Ciencia de Berlín: el paraíso de los investigadores.

El nuevo edificio, ocupado hace apenas unos meses, posee un diseño que responde al sentido común con una sencillez apabullante. Es funcional sin ser "funcionalista", sus espacios son limpios pero admiten la voluntaria aglomeración de macetas que el minimalismo no toleraría. No se resiste a ser habitado, y eso es lo que llamo -no sin reconocer mi ignorancia terminológica del campo- una arquitectura de la accesibilidad.

Intento de descripción (sobresimplificada): el edificio se encuentra organizado en 3 pisos, alrededor de un patio central. Desde cada esquina, y desde cada piso, se puede acceder a la planta baja, que alberga la bilbioteca. ¿Suena trivial? No lo es. Esas escaleras internas (y un elevador) le permiten a cualquier investigador llegar a la bilbioteca en un recorrido breve, con el menor número de pasos posible y desde cualquier punto: saliendo del baño, después de una conferencia en la sala de juntas, luego de haberse preparado un café en la cocineta o de recoger una impresión, tras haber visitado a un colega en el pasillo contigüo, y también entrando al Instituto por la puerta principal, a primera hora de la mañana. En este lugar no hay cabida para procrastinar ("luego busco el libro, ya que vaya de salida y pase junto a la bilbioteca").

Claro, no pretendo reducir esta disponibilidad de recursos a la materialidad del edificio. Existe todo un aparato logístico-académico sustentándolo, desde las políticas de préstamo del acervo bibliográfico (que se basan también en un principio de visibilidad) hasta los acuerdos inter-institucionales y los recursos humanos y económicos designados a hacer ese acceso posible. La arquitectura del edificio sólo la hace más evidente.

Estar aquí es un privilegio, pero también conlleva una obligación que podría, si se dejara ir muy lejos, llegar a ser oprimente. Kafka decía que él realizaba su investigación literaria en las sombras (un poco tras bambalinas, traslapando horas de escritura con horas de oficina, en reuniones semi-escondidas en el café Arco,..). Aquí se investiga a plena luz -de día, la que entra por los muy bien orientados tragaluces, y de noche la de las lámparas especiales que simulan la luz natural. No hay horarios restrictivos ni la negación de la entrada (a menos que uno olvide su tarjeta con chip, claro está). Aquí los caminos que siguen las ideas tienen la premura (¿obligación?) de hacerse transitables con el menor número de pasos posible.

martes, 31 de julio de 2007

Texturas y simplificaciones


El contexto: congreso bianual de la ISHPSSB, en la Universidad de Exeter.
El entorno: campus boscoso, la temperatura no pasa de los 18 grados centígrados –aunque es pleno verano- y el cielo está nublado. Llueve intermitentemente. El café es malo pero necesario, la comida –sin comentarios.
La ocasión: una sesión del tipo “author meets critics”, mesa redonda en la que filósofos, historiadores y biólogos presentan sus críticas al autor de algún libro. Sobre la mesa se encuentra el libro de Ron Amundson, The Changing Role of the Embryo in Evolutionary Thought: Roots of Evo-Devo, que versa –como su título indica- sobre la historia de Evo-Devo, la propuesta más reciente de cómo se (re)unen la biología del desarrollo y la biología evolucionista en la era post-neodarwineana para adquirir, juntas, una nueva identidad disciplinaria.
Hay varias buenas intervenciones, pero sin duda es la del mismo Ron Amundson, al final de la sesión, la que me deja un mensaje merecedor de comentario en este espacio.
Como respuesta a una de las críticas generales que se le hacen, la de ofrecer una reconstrucción racional de una historia cuyo final conocemos de antemano -lo cual implica cometer algunos pecados historiográficos- Amundson dice:
"Si uno quiere atender ciertos problemas filosóficos, se vuelve imposible tratar la historia del tema en cuestión en su verdadera textura. Para hacerlo habría tenido que escribir un libro que acompañara a éste, uno de correcciones a las sobre-simplificaciones (¿y generalizaciones?) aquí vertidas".

La respuesta de Amundson captura, creo, el dilema que le da nombre a este blog, que es en buena medida el dilema del filósofo entrenado para reconocer las dimensiones históricas, sociológicas, y de otro tipo, de su campo de estudio: cómo aproximarse a un problema sin verse forzado a duplicarlo (o triplicarlo o cuadruplicarlo, o...) para que el producto sea tanto honesto como significativo, cómo limar las heterogeneidades del problema sin desgastarlas por completo. Quien pueda articular una manera de hacer esto, que la comparta.

domingo, 15 de julio de 2007

Abstracts- usos y costumbres


A todos nos ha pasado. Nos enteramos de un congreso interesante. Enviamos un abstract (resumen) acerca de un tema más o menos trabajado, en el que nos atrevemos a generalizar sin temor a ser bruscamente reprendidos (por otros o por nosotros mismos). Luego pasa el tiempo. El abstract es aceptado. Contentos, ahondamos en la investigación y unas cuantas semanas (o días) antes de la ponencia, sufrimos los efectos secundarios de la generalización. Al releer el abstract, lo notamos ingenuo, un tanto vacío, demasiado contundente o de plano incorrecto. Sufrimos ahora por algo que antes nos causó satisfacción. ¿Por qué?

Porque el uso que la mayoría de nosotros le da al abstract no está capturado en la función que se le asigna oficialmente. El abstract con el que comúnmente (aunque no en todos los casos) nos ganamos la participación en un congreso dista mucho de ser -como su nombre lo indica- una abstracción de nuestro trabajo, la concentración de las ideas más relevantes de nuestra investigación. Tiende a ser, más bien, el depostiario de nuestras intuiciones, de nuestras conjeturas más o menos informadas, de aquello que quisiéramos sustentar por medio de argumentos y que por el momento sólo nos atrevemos a decir mediante un par de oraciones de carácter muy general -porque aquí, en el abstract, sí se vale.

Ya veo el ceño fruncido de varios: un abstract no puede escribirse así, apelando a ideas que se encuentran a medio cocinar, sin argumentos de autoridad (una vez alguien me "corrigió" un abstract señalando un sinnúmero de referencias bibliográficas que -según él- no podía omitir) ni aseverando cosas que no podemos defender exhaustivamente al momento mismo de escribirlo. A ellos les respondo: el que esté libre de pecado (en este caso, de haber generalizado en un abstract) que arroje la primera piedra.

La utilidad del abstract -como herramienta de trabajo y como boleto de entrada a un congreso- radica precisamente en esa combinación de vaguedad y generalidad que, según yo, lo caracteriza. Un buen abstract es suficientemente concreto como para establecer conexiones puntuales y suficientemente vago como para admitir matices y modificaciones a las ideas principales. Un abstract es como el trailer de una película: las imágenes sugieren una historia que puede o no despertar intereses. La película, una vez que se ve completa, puede decirnos algo muy diferente a lo que percibimos al ver los avances, pero las imágenes se mantienen -con la diferencia de que éstas se crean antes de filmar la película, no se editan después. Y sí, escribir un buen abstract antes de tener el artículo completo es todo un arte.

miércoles, 4 de julio de 2007

En los límites de la blogosfera filosófica


Un blog puede cambiar la manera en la que se relaciona la gente: el periodista y el lector, una empresa y sus consumidores, un candidato a la presidencia y los votantes, el CEO de una organización y sus empleados. No por nada hay casos bien documentados de empresas y organizaciones que contratan bloggers independientes para escribir el diario de una campaña presidencial o de lo que ocurre al interior de una empresa. Incluso se han contratado personas específicamente para recorrer la blogosfera en busca de indicadores que le digan a una empresa u organización cómo están reaccionando los consumidores a sus productos (ya sean éstos tecnologías, lácteos o ideas).

Desde que comenzó a existir este blog, hace poco más de un mes, he tenido la suerte de recibir algunos comentarios. En particular, uno de mis posts recibió un comentario de un estudiante asociado y otro de un investigador (quienes también escriben sus propios blogs). Esto sugiere que, al menos en nuestro ambiente, ya existe una blogosfera filosófica, por más incipiente que sea en comparación con la que existe en otras áreas, como la tecnología.

Cualquier artículo acerca del papel que juegan los blogs en nuestra sociedad (como los que se pueden leer en Newsweek, Wired, The Economist o Inc.) enfatizaría este intercambio de ideas como la construcción de un espacio de discusión especial, uno que no tiene lugar en las calles, los libros, ni los pasillos. Un espacio que, si bien adquiere cierto grado de seriedad al ser un documento publicado (si lo pensamos, internet es una enorme casa editorial), también se caracteriza por estar menos constreñido por normas editoriales y de otro tipo, y por estar al servicio de la libre reflexión -un blog tiene una suerte de conversación escrita y recurrente con uno mismo.

Uno de estos artículos relata lo que ocurrió cuando un destacado periodista de la revista Wired quiso entrevistar a un importante personaje de la blogosfera tecnológica. Su petición fue terminantemente rechazada. Quien se rehusó a ser entrevistado insistió en utilizar su propio blog como canal de comunicación y lo ofrecía como herramienta periodística (a disgusto del entrevistador) pero, sobre todo, argumentaba que adherirse al uso de su blog lo libraría de ciertos riesgos que corre cualquier incauto al ser entrevistado: la malinterpretación, la falta de control sobre sus palabras, la cita descontextualizada. El incidente suscitó un escándalo tal que muchos bloggers se aliaron en contra del "ejercicio desigual de poder" entre el periodista y el sujeto, mientras que los periodistas defendieron la idea de que cuando un sujeto accede a ser entrevistado, se suma al "gran acto participativo" mediante el cual todos nos beneficiamos (ver Newsweek). Al final, el artículo nunca se publicó en Wired, pero sí se publicaron muchos acerca de lo ocurrido, en otras revistas.

Hoy recibí un comentario importante acerca de uno de mis posts (el del pasado 11 de junio) fuera de la blogosfera. Resulta que en esa ocasión, no fue el blogger (o sea, yo) el que corrió el riesgo de ser malinterpretado, sino quien inspiró algunas de mis líneas -algo no contemplado en situaciones como la que relaté arriba (véase mi aclaración al post del 11 de junio, en comentarios). Mi condición de blogger me hizo acreedora a una entrevista con el director del IIF, quien -aunque no escribió ningún comentario a mi post- se mostró interesado en clarificar algunas de las ideas ahí vertidas, y se manifestó abierto a la comunicación. Eso me hace pensar en la importancia de la palabra escrita o pronunciada en los límites de la blogosfera (no dentro de ella pero de alguna manera vinculada con ésta). También me hace pensar que, al igual que los líderes de empresas y organizaciones, el director del IIF se toma en serio lo que se discute en la blogosfera.

jueves, 14 de junio de 2007

Filosofía: para qué


Richard Rorty, filósofo pragmatista y autor del célebre libro "Philosophy and the mirror of nature", murió el pasado 8 de junio. No escribo estas líneas a manera de obituario. De esos ya se han escrito muchos, por personas calificadas tanto en la materia como en el personaje. Pero la multicitada interrogante que guió el trabajo de Rorty me sirve de pretexto para ejercitar la reflexión metafilosófica: "¿para qué sirve la filosofía, si es que sirve para algo?"

Quiero pensar que lo que hago tiene alguna utilidad, pero confieso que no fue sino hasta que comencé a dar clases de filosofía e historia de la biología, en la Facultad de Ciencias de la UNAM, que realmente me asaltó la duda y me dispuse a encontrarle respuesta. Ya me había tocado defender la importancia de algunos temas áridos e hiper-específicos en un seminario de filosofía de la biología, pero pararse frente a un grupo de post-adolescentes (la mitad de los cuales eligió la carrera de biología como táctica de evasión de las humanidades) y convencerlos de que la materia les será de utilidad para su futuro científico, es algo muy diferente.

Desconozco si Rorty tuvo claro desde siempre que su filosofía “debía ser útil para aspectos de la vida cotidiana, como la defensa de una democracia liberal”. Yo me fui percatando poco a poco –en el transcurso de unos dos años de dar clases- que enseñando nociones históricas y filosóficas de la ciencia podía contribuir a formar mejores consumidores de información.

Por ejemplo, he notado que antes ver el tema del reduccionismo en un temario de filosofía de la ciencia, el único contacto que mis alumnos han tenido con el término es a manera de regaño y empleado en un tono peyorativo: “Eres un reduccionista, crees que todo lo traemos en los genes”. Entonces invito a mis alumnos a desdoblar esta afirmación, y al final de la clase se llevan a su casa tres mensajes:
  1. El reduccionismo no es una muleta retórica (no se vale acusar a Craig Venter de reduccionista sólo bajo la premisa de que es un biólogo molecular)
  2. El reduccionismo no es cuestión de tamaño (la idea de reducir la genética clásica a la genética molecular no se debe a que esta última postule entidades teóricas más pequeñas que la primera)
  3. Reduccionismo y determinismo genético no son sinónimos (alguien puede ser reduccionista sin ser un determinista genético)
Pero la relevancia de la filosofía llega a ser menos sutil y mucho más urgente. Hoy, a la luz del bombardeo de información que se autocalifica de “científica” y que recibimos a través de los medios, contar con algunos criterios filosóficos e históricos para poder discriminar entre la nota roja, la charlatanería y la nota científica, se vuelve indispensable. En este sentido, la labor del filósofo se suma a la del divulgador científico (ver, por ejemplo, el número 102 de la revista ¿Cómo ves?, donde Martín Bonfil trata el tema del SIDA y sus negacionistas).

Después de todo, una democracia se construye sobre la base de una sociedad que no solamente está bien informada, sino que sabe qué tipo de información está consumiendo: si constituye o no conocimiento.

lunes, 11 de junio de 2007

Con rigor, precisión conceptual y un estilo escueto



El primer número de Crítica, la “revista hispanoamericana de filosofía” que publica el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM, salió a la venta en enero de 1967. Hace unas semanas se conmemoraron los 40 años de su fundación con un coloquio. En la ceremonia inaugural se repartieron unas hojas donde se podían leer el contenido de ese primer ejemplar y el mensaje fundacional del comité de dirección, cuyo primer párrafo se puede resumir así: “En los últimos años una nueva tendencia parece acusarse en la filosofía hispanoamericana…la filosofía deja de concebirse como aventura especulativa, para entenderse como análisis conceptual y como crítica”.

Así conocí el texto mediante el cual se nos exhorta a todos los que rondamos los pasillos de ese instituto -filósofos y aprendices de filósofos, generación tras generación- a expresarnos con rigor, precisión conceptual y un estilo escueto. También es el texto que nos previene de confundir la investigación filosófica (siempre metodológica) con la mera reflexión (esfuerzo pseudoliterario). Pero sobre todo, es el texto que por un lado nos infunde el miedo a caer en “generalizaciones vacías o en un dilettantismo [sic] retórico” y, por el otro, nos encomienda la labor de hacer una aportación a la filosofía en calidad de pensadores hispanoamericanos. Por un lado nos sentencia a evadir la generalización (puesto que corre un enorme riesgo de ser vacía o irrelevante), y por el otro nos asegura que es posible alcanzar el despliegue de originalidad que se requiere para hacer una aportación filosófica sin que ello conduzca a la elaboración de filosofía ficción, esto es, a la elaboración de “sistemas personales del mundo”.

Leer este texto me produjo la impresión de tener en mis manos la versión concisa de un manual para escribir filosofía analítica, así como el acta constitutiva del instrumento que serviría para calificar y para difundir los productos que resultaran de la aplicación de ese manual. En el podium, el sentimiento general, a 40 años de la puesta en marcha de este esfuerzo de “des-ficcionalización” de la filosofía, era de éxito y celebración. Cierto, Crítica se ha consolidado como una revista filosófica con penetración internacional. Pero los elogios fueron demasiado lejos. Hubo incluso quien afirmara que nos hemos acercado más a la “Verdad” (¿eh?), que los métodos de la “filosofía analítica hispanoamericana” (¿qué es eso?) han contribuido sustancialmente a “librarnos del error y la oscuridad” (¿es en serio?).

En una nota más en sintonía con el nombre de la revista, la tendencia de Crítica a publicar sobre cuestiones más bien monotemáticas (sobresalen la filosofía del lenguaje y ciertas corrientes éticas) le valió la insistencia de Luis Villoro -uno de sus fundadores- a no denominarse una revista de filosofía analítica. A abrirse a otras corrientes críticas como la hermenéutica, los estudios de la ciencia contemporáneos y el multiculturalismo. A rescatar quizás la frase más importante de aquel texto fundacional, y acaso la única consigna que no ha recibido atención suficiente:
Sin pretender representar ninguna escuela, [Crítica] intentará recoger las preocupaciones de los representantes de la nueva actitud ante la filosofía que se abre paso en América Latina, y servirá también para encauzar los valores que vayan surgiendo en las nuevas promociones.

viernes, 18 de mayo de 2007

Miedo a generalizar



“Si hay un trabajo que puede hacerse desde una butaca, es la filosofía”, dijo Timothy Williamson, un reconocido filósofo británico, para luego escudriñar a fondo el método tradicional de la filosofía, que utiliza sólo el pensamiento, sin observación y sin experimento. O, si queremos reconocer el carácter social de la empresa filosófica: el pensamiento que se realiza sin observación y sin experimento, desde varias butacas. Las herramientas con las que se ha practicado este método, y las escuelas filosóficas que las han utilizado son muchas y variadas, pero todas parecen coincidir en que producen generalizaciones. De esas que se vuelven paradigmáticas y referencia obligada para las generaciones siguientes.

Pero lo que yo rescato como lección de más de cuatro años de estudiar filosofía no tiene mucho que ver con el óptimo aprovechamiento del pensamiento confinado a la butaca, y lo poco que he producido dista mucho de poder reunirse siquiera en un buen par de generalizaciones. Al contrario. Durante mis estudios de posgrado en filosofía he adquirido dos cosas fundamentales: el alcoholismo (aceptémoslo, a los filósofos nos atrae más el banquito del bar que la butaca) y el miedo a generalizar.

Es cierto. Padezco el síndrome de la página en blanco y éste se debe usualmente a mi temor a hacer una aseveración que sólo es válida en situaciones específicas y altamente contextualizadas. Permítanme refrasear esto. Mi síndrome de la página en blanco se debe usualmente a mi temor a aseverar. Punto. Pues me han enseñado que cualquier cosa que diga será cierta sólo en circunstancias extremadamente especiales. (Lo sé, acabo de generalizar.) Entonces, ¿en qué consiste hacer filosofía? Y más aún, ¿cómo se supone que debe uno escribir una tesis doctoral, por no decir hacer una contribución al campo?

Arriesgándome bastante, voy a decir dos cosas. Primero: el quehacer del filósofo contemporáneo se ha convertido en la labor de desinflar generalizaciones, más que de formularlas. Segundo: para escribir una tesis doctoral en filosofía hay que dominar el miedo a generalizar y al mismo tiempo no sucumbir a los deseos de hacerlo (tarea propia de un neurótico). Veamos.

Si conforme al método tradicional había básicamente dos opciones, arribar a una generalización o refutarla, hoy nos dedicamos más bien a desinflarla y contextualizarla. No porque no haya mucho más que decir después de “cogito ergo sum” (Descartes) o “ningún conocimiento humano puede ir más allá de la experiencia” (Locke), sino porque -reconozcámoslo- ya no nos satisface el modelo del intelectual que filosofa sentado, tomando café en El Parnaso.

Por ejemplo, en mi campo de especialidad (la filosofía de la ciencia) una pregunta clásica es qué es una explicación científica. Se respondió por primera vez en 1948, desde la butaca, con una tesis abarcadora: una explicación es un argumento deductivo que se fundamenta en leyes universales. Diez años después proliferaban los contraejemplos a esta tesis, y para los años ochenta ya se habían propuesto al menos dos respuestas diferentes a la pregunta de qué es explicar científicamente que, además, no eran mutuamente excluyentes. Al parecer, la respuesta no era asunto de generalidad.

Las voces disidentes siguieron propagándose: “la [prolífera] situación actual es una vergüenza para la filosofía de la ciencia”, se queja William Newton-Smith (el editor de un libro de texto introductorio a la filosofía de la ciencia) al presentar el tema de la explicación. Pero como dice Joseph Rouse, el verdadero escándalo de la filosofía de la ciencia no es carecer de un modelo general de explicación, sino seguir buscándolo.

Este comentario refleja el temperamento del filósofo de la ciencia contemporáneo. Su objeto de estudio se concibe de manera distinta si se le aproxima desde una visión de la ciencia dominada por la teoría o desde una postura comprometida con los aspectos experimentales de la ciencia. Además, varía según las diferentes disciplinas y contextos históricos. El filósofo contemporáneo se toma en serio el carácter multidisciplinario de su empresa. Dime desde qué perspectiva quieres explicar y te diré cómo hacerlo.

Así, podemos distinguir un tipo de explicación que se basa en leyes fundamentales y opera en algunas áreas de la física, del tipo de explicación que se usa en biología, donde las leyes carecen de relevancia. Incluso dentro de una misma disciplina científica resulta difícil responder con una generalización la pregunta de qué es explicar. Acaso la única generalización factible es justamente que carecemos de un consenso. Los diferentes modos de explicar coexisten, como lo muestran diversos estudios de caso, y se caracterizan dependiendo del contexto en el que se utilicen. Por ejemplo, los biólogos evolucionistas explican apelando al mecanismo de la selección natural, mientras que los biólogos del desarrollo enfatizan el poder explicativo de la organización y los procesos dinámicos.

Al menos en la filosofía de la ciencia, son pocos los filósofos que hoy se sientan cómodamente en asientos acolchados a tomar café, formular generalizaciones y diseñar escenarios imaginarios donde ponerlas a prueba. Los escenarios ya existen, son diversos y ricos en contenido, y la labor del filósofo es levantarse del asiento y adentrarse en ellos, superando las fronteras disciplinarias. Embriagarse con whisky -ya sea para lanzar aventuradas conjeturas o para reunir el valor de ponerse de pie- muchas veces forma parte del modus operandi.